Que no te roben el mes de abril

Era un 31 de marzo a las 9:58 de la mañana, mi esposa pasaba sus clases en línea y yo como quien quiere sacar el máximo partido a la cama, permanecía echado en diagonal, y quedé totalmente inmovilizado por mi gato, empeñado en sacar el máximo partido a mi pecho. La televisión estaba encendida en el canal habitual, donde repasaban, como cada mañana, el recuento diario de infectados, de muertos y curados, pero esta vez no prestaba atención, en su lugar miraba al techo en dirección a aquella telaraña que habia prometido limpiar hace tres meses y me preguntaba: «¿Por qué el tiempo pasa tan rápido?, ¿No es acaso que pasa rápido cuando uno se divierte?"».

La esperanza
Fue precisamente en ese momento en el que mi mente me trasladó a los días anteriores al estado de alarma, cuando todo era totalmente diferente. Caminaba al trabajo con una mochila llena de ilusiones. Tenía los pies en el suelo y la mente en el cielo. Recuerdo especialmente aquellos diálogos internos, en los que me decía que después de tanto esfuerzo, al fin estaba encaminado, trabajando en algo que me gustaba, y cumpliendo paso a paso mis objetivos, sentía que iba en dirección a mis sueños y  ya nada ni nadie podía detenerme. Trabajaba en una clínica dental, poniendo mi máximo esfuerzo y, aunque un poco agobiado por todas las medidas de bioseguridad que teníamos que acatar, terminaba mis jornadas muy contento. Al retornar a casa, me percataba cómo poco a poco el invierno se despedía, el sol dejaba atrás esa timidez y los días se hacían cada vez más largos. Recuerdo sobre todo aquel viernes, el último antes de este encierro, las nubes eran escasas en el cielo y el sol se reflejaba en las doradas piedras de las fachadas, ¡era un gran día! Durante mi habitual caminata de retorno a casa,  atravesé en diagonal la Plaza Mayor, una guía turística orgullosa presumía: con ustedes la Plaza Mayor de Salamanca, ¡la más linda de España! Los turistas se tomaban fotografías, los estudiantes, sentados en el suelo, se reían, y los ancianos, en las esquinas, se ponían al día sobre las últimas novedades. Seguí mi camino por la Rúa Mayor, dejándome tentar por las montañas de bocadillos de jamón ibérico en las charcuterías y los dulces de las confiterías. En la puerta de la Universidad Pontificia, me esperaba mi esposa, con cara de cansancio, para continuar el camino en dirección a nuestro hogar. Al pasar por los parques observamos como los perros correteaban, mientras que sus dueños se ponían al día con las redes sociales. Los pájaros cantaban en los árboles y en el suelo descubría con sentimientos encontrados, las filas de procesionarios aplastados. Entonces nos detuvimos por unos instantes para saludar a los patos que aprovechaban el buen tiempo en el rio Tormes.

La preocupación
Más tarde ese día, durante el habitual descanso después de la comida, veíamos intrigados las noticias que ese día nos traía el telediario; «En España suman ya, 4209 los infectados», anunciaban.
Me sorprendí al ver como se había incrementado, de un día al otro, la cantidad de infectados de aquel virus que hace no mucho tiempo yo mismo subestimaba, aquel virus que estando en China yo decía: «acá no va a llegar», estando en Italia: «Lo van a controlar», pero de un día al otro aquel virus estaba en España, y aunque en Salamanca todavía los casos eran pocos, empezaba a invadirnos lentamente una tensa preocupación. Al día siguiente decretaban el estado de alarma en todo el país, los contagios empezaban a ser locales y, para contener la expansión del virus, todos debíamos quedarnos en casa. Recién empezaba el fin de semana y todos nuestros planes se desvanecían.

La impotencia 
A medida que pasaban los días, ascendía la tensión en directa proporción a las cifras, y una insaciable sed de información me invadía súbitamente. Ya me había aprendido los horarios en los que se emitían las noticias y guardé todos los canales en mi lista de favoritos. Terminaba un noticiero y pasaba al siguiente. Pero eso no era suficiente; necesitaba más información. Me costaba despegarme del móvil, quería informarme acerca de la situación en Bolivia, quería evitar que allá, donde está mi familia, se cometieran los mismos errores que se habian cometido en España. Me entristecía ver que pese a que las medidas preventivas se tomaron con mayor anticipación, la gente no lo tomaba en serio, muchos no respetaban la cuarentena. Bloqueaban hospitales para evitar el traslado de pacientes infectados y todos velaban por sus propios intereses, dejando de lado el bien común. Temía que la situación se descontrole porque sabía que si llegaba a un nivel parecido al que se vivía en España el sistema de salud colapsaría rápidamente. Las cifras eran alarmantes, en un artículo leía: «En Bolivia solo hay 190 intensivistas y 430 camas en UCI, y según datos de la OMS para la densidad poblacional de Bolivia con 11.633.000 habitantes se requieren al menos 1.163 camas en UCI». Se hacían evidentes las malas políticas de los gobernantes, que dejaron la salud en último plano y ahora eran sus habitantes los que tenían que pagar el precio.

El miedo
Circulaba demasiada información en las redes sociales, publicaban videos en los que se decía que el virus se quedaba en el suelo y lo llevabamos a nuestras casas en los zapatos. Otros decían que no hacia falta que alguien tosiera para contagiarse, ya que, el virus circulaba por el aire. Nos recomendaban que desinfectemos cada rincón de nuestros hogares y que usaramos mascarillas para salir a hacer las compras. En la universidad me enseñaron numerosas lecciones, sobre microbiología o bioseguridad, por lo que para mi, lavarme las manos constantemente, era algo natural. Sin embargo, la contagiosidad de este virus no se asemejaba en nada a lo que había visto en aquellos libros de la universidad. Todas esas medidas de prevención me parecían exageradas. Pese a que me negaba a creer, me sentía en la obligación de proteger a mi familia, velar por que se redujera al máximo el riesgo de contagio. Las cifras eran claras, estaban muriendo demasiadas personas en todo el mundo. Pasábamos el día limpiando y desinfectando la casa, evitando salir a la calle ni siquiera para tirar la basura.  Estaba alerta ante la mínima sintomatología relacionada a la enfermedad y me tomaba la temperatura todos los días, porque sabía que como personal sanitario, de alguna u otra forma había estado en riesgo de contagio durante los días anteriores al estado de alarma. A la vez, dentro mío, entendía que estaba susceptible y lo que más me enfermaba en realidad era ese estrés galopante.

La incertidumbre
Los días transcurrían y me daba cuenta de que la salud, había dejado de ser el único problema. Los efectos económicos, ya se habían empezado a notar. Se produjeron despidos masivos, las bolsas caían y el precio del petróleo descendía. «¿Nadie estaba preparado para esto?», me preguntaba.
Los gobiernos alrededor del mundo aplicaban diferentes medidas para evitar el colapso económico, pero parecía que nada era suficiente. El gobierno de España no era precisamente el mejor ejemplo, sus medidas económicas me parecían simples parches, en lugar de soluciones reales. Me preocupaba por el futuro, pues yo también había sido víctima de un despido y me invadía una profunda inquietud. Me preguntaba sobre como pagaríamos las cuentas, el alquiler o los servicios. «El futuro es tan incierto», pensaba. Estaba desesperado por ver al menos una pequeña luz al final del túnel.

El insomnio
Mi mente ya se asemejaba a las fábricas de mascarillas, no paraba de trabajar. Todas las noches al acostarme, era testigo del paso de las horas en mi reloj despertador. Ahora vivía en carne propia aquella canción de Sabina, pues, para mí el confinamiento había durado ya, 19 días y 500 noches.
Era inevitable dejar de pensar, a esa altura la muerte ya no estaba tan lejana, empezaban a morir personas conocidas y familiares de personas cercanas y me daba cuenta de que ya no había escapatoria, que ya no dependía de nosotros. Una cadena de errores había ocasionado esta tragedia y ahora salía a la luz, más que nunca, la fragilidad del ser humano.

El despertar
Lentamente mi mente salía de ese trance, lentamente volvía a la realidad. Y ahí permanecía echado en esa cama en diagonal, mientras tanto en el telediario una psicóloga decía: «Ese sufrimiento continuo va mermando poco a poco nuestra fuerza y nuestra moral, y nos hace enfrentarnos a esta situación tan complicada con lo peor que llevamos dentro: nuestros miedos». En ese momento abrí los ojos, aunque ya estaban abiertos. Estaba decidido a encontrar la manera de salir de aquel círculo vicioso. Como primer paso levanté a mi gato que se habia asentado en mi pecho y decidí desde ese día, poner límite a todo aquello que me quitaba el sueño. Sabía que era importante mantenerme informado, así que, limité mi acceso a la información, recurría solo una vez al día a fuentes oficiales. Busqué desesperadamente un refugio y lo encontré en mi familia. Pasaba las tardes, con mi esposa, viendo series y películas. Recibíamos los rayos del sol, mientras jugábamos a las cartas en el balcón y, entre los chistes y las risas galantes, mi mente me trasladaba a esos momentos en los que todavía éramos novios. Empecé a hacer todas esas cosas que siempre quise hacer pero que terminaban siendo postergadas por falta de tiempo. Escribí en este blog; tomé fotografías; pasé clases en línea; hice videollamadas memorables con la familia y los amigos de toda la vida. También me refugié en la música, y precisamente en ella, de la mano un genio llamado Sabina encontré un mensaje que cambió completamente mi perspectiva. 

La esperanza continua
Era la mañana del vigésimo día, yo estaba en la cocina, incursionando en el arte de la repostería, y en el fondo Sabina me cantaba una canción, más bien melancólica, que decía:

"El hombre del traje gris
Saca un sucio calendario del bolsillo
Y grita
Quién me ha robado el mes de abril
Cómo pudo sucederme a mí
Quién me ha robado el mes de abril
Lo guardaba en el cajón
Donde guardo el corazón"

En ese preciso momento comprendí que la vida terrenal es un camino sin retorno y que los momentos que dejamos pasar, nunca más regresarán. Solo depende de nosotros sacar el máximo partido a cada instante. También comprendí que nada ni nadie tiene el derecho de robarnos ese tiempo. Todos tenemos un objetivo en esta vida y permitir que un virus o un montón de políticos incapaces, nos desvíen del camino equivale a quitarle a la vida ese sentido.

Es verdad estamos viviendo un momento muy extraño, casi surreal. Experimentar este tipo de situaciones en carne propia, resulta complicado. Pero esta no es la primera ni será la última vez que como humanidad nos enfrentamos a un reto de esta magnitud. Fueron precisamente ese tipo de situaciones en la historia, las que sacaron lo mejor de la humanidad y esta no será la excepción. Esta crisis nos está ayudando a unir a la humanidad entera para ir en una misma dirección, nos enseña que no importa la condición económica, ni las razas, ni los credos, la solución a este problema consiste en que todos unamos fuerzas en contra del enemigo común. Lo sé, mantenerse unidos suena a algo contradictorio, estando todos confinados en casa, pero estar en casa era algo necesario para darnos cuenta de que quizás, no estábamos tan mal preparados como pensábamos. Hoy en día, la tecnología ha avanzado tanto, que nos permite conectarnos aunque estemos a kilómetros de distancia, esta situación ha permitido que podamos sacar el máximo partido a todo eso por lo que estuvimos trabajando durante tanto tiempo.


Hoy esa tecnología también nos permite acercarnos a las personas que amamos, pese a que ellos también se encuentren confinados en sus propias casas. Que este sea un camino para preparar nuestros corazones para el momento en el que retornen esos besos y abrazos que tanto añoramos. Que sea un momento para dedicarlo también a nosotros mismos, saquemos de esta experiencia la mejor versión de nosotros mismos. Explotando todas nuestras aptitudes llegaremos a lo más alto. Hoy también tenemos algo que antes era impensable, tenemos al mundo entero detrás de una pantalla, dediquemos este tiempo para aprender todo lo que siempre quisimos aprender, aprendamos de música, ciencia, economía, política, arte o religión. Tenemos absolutamente toda la información al alcance de nuestras manos y depende de cada uno sacarle el mayor provecho. Por último dediquemos este tiempo para alimentar el espíritu, sin importar nuestras creencias, podemos explorar ese mundo de diversas maneras, algunos lo hacemos orando, otros simplemente meditando. En el espíritu almacenamos esa fortaleza que nos ayuda a sobrellevar cualquier obstáculo.


A medida que transcurre el invierno, todos esperamos con ilusión, la llegada de la primavera. De la misma manera, en esta vida, todos esperamos con esperanza, cumplir algún día, todos nuestros sueños y objetivos. Este año la primavera ha llegado acompañada de una enorme cantidad de problemas, y no queda duda alguna, que todavía queda un largo camino para solucionarlos. Sin embargo, no debemos dejar que estos problemas nos sobrepasen, al contrario, dejemos que esta experiencia nos sirva para hacernos más fuertes. Llegará el día en el que salgamos nuevamente a disfrutar de este mundo, un mundo que nos pedía a gritos que le demos un respiro, y cuando lo hagamos, lo encontraremos mucho mejor de lo que lo dejamos y él nos recibirá como una humanidad más consciente y preparada.

Si a ti también te llenaron la mente de preocupación, miedo e incertidumbre. No te desanimes, vive al máximo el tiempo presente, sigue soñando y no permitas que te roben el mes de abril. 

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